sábado, diciembre 08, 2007

Las ventas sub specie aeternitatis

Después de harto tiempo, en verdad harto tiempo, recibí los documentos pedidos al Fondo de Cultura Económica en la solicitud 1124900007706: la correspondencia de Arnaldo Orfila Reynal, realizada el día 31 de julio de 2006. En días pasados llegó la versión pública de los susodichos documentos. Desde luego el FCE no quiso entregarme la documentación en primera instancia (cada vez que pido correspondencia ponen cualquier cantidad de asegunes) y presenté recuerdo de revisión, el cual me dio la razón y ordenó al FCE realizar versiones públicas de la correspondencia. Generoso, el IFAI le dio ya no recuerdo cuántos meses para hacerlo (que la ley señale 10 días hábiles no es impedimento para ampliar a discreción el plazo, pues el IFAI con cada día mayor frecuencia decide interpretar la ley. Por ejemplo, hay plazo de 15 días hábiles para presentar recurso, plazo que nunca considera, bajo causa ninguna, ampliar, pero para cumplir la ley, da plazos a su real saber y entender). En fin, tengo la correspondencia y es un festín para mí, pues me permite corroborar algunas cosas, sorprenderme por otras y sonreír por otras más. El problema de la bodega, o las bodegas, es compañero de editar, siempre sobran libros. En una de las cartas, el encargado de administración o de almacén, no he podido identificarlo, pues sólo aparece su firma autógrafa, como se dice en estos casos, sin tener más datos, propone a Orfila la creación de una bodega donde se guarden los libros de bajo o nulo desplazamiento, para facilitar los inventarios, pues de ese modo, nos dice, a simple vista se podrá ver que nada ha cambiado. ¡Vaya remedio! Las entradas y salidas de alamacén son, siempre, un dolor de cabeza para las editoriales. Ninguna considera un espacio para devoluciones, como si no hubieran de procesarse, limpiarse y volverse a poner en su lugar. En teoría, con los códigos de barras, no sale ninún ejemplar sin haberse leído, pero la facilidad hace que muchos, en vez de pasar uno por uno, pulsen el número de ejemplares y lo pasen una sola vez. La falta de conocimiento de muchos diseñadores sobre las dimensiones mínimas necesariar para la legibilidad del código y los colores aceptables para esa misma legibilidad hace que algunos libros, de plano, no puedan leerse por estos medios. Y el almacén, entonces, es un caos.

Todo, imagino, porque tenemos la curiosa costumbre de considerar a los libros sub specie aeternitatis, bajo la perspectiva de la eternidad. Hace poco charlaba con amiga editora, la cual se quejaba de que la impresión digital no duraría demasiado tiempo, 300 años, decía. No creo que ninguna edición actual dure 300 años, sólo por el papel, pues sigue siendo en su mayoría ácido y, cuando no lo es, sus partes no son muy eternas que digamos (su encuadernación y su impresión, con tintas más bien de dudosa calidad). La mayoría de los libros ha ido a dar a la basura. De la biblia de Gutember disponemos, ahora, de imágenes digitales, pero no llegan a 30 los ejemplares completos. De los 6000 títulos impresos en ese primer medio siglo de la invención de la imprenta, quedan poquísimos ejemplares, incunables por definición. Por ello son valiosos. Los libros, entonces, por más cuidados que tengan, tienden a la catástrofe, las bibliotecas se incendian o las queman o las bombardean o se inundan (para no ir más lejos, la inundación reciente de casi todo Tabasco debe haber dejado casi sin libros al estado, sin metáfora alguna. En la FIL se organizó una colecta de libros para enviarlos. La SEP repondrá los libros de texto, pero no ha dicho nada de los otros libros. Del SNTE, no espera nadie que diga nada). Las goteras los asesinan, los roedores los desaparecen, los insectos los perforan y se recilcan para papeles de usos varios. Yo mismo, sin pena ni culpa alguna, he dedicado algunos ocios a experimentar blanqueados, eliminados y reciclados en catecismos varios de varios siglos distintos del inmejorable Ripalda, que abundadn tanto que nadie extrañará esos ejemplares llevados a tortura para buena ventura de quien esto escribe.

En el 2002 se inundó Praga y muchos libros valiosísimos se mojaron. Los refrigeradores de Mochov entraron al rescate, pues lo mejor para salvar un libro mojado es congelarlo en lo que se le puede dar gentil tratamiento. Pero tardarán años en quedar bien. En 1966 fue Florencia quien sufrió inundación y, más de cuarenta años después, no acaban de restaurar todos los libros dañados. Todo para decir algo simple: los libros no duran tanto como pensamos. El papel, pese a tener unos buenos 2000 años, es bueno y duradero, pero no en extremo. De muchas obras tenemos copias de copias de copias. Del grande Heráclito el obscuro nos quedaron sólo las citas que otros autores hiceron de su obra, curioso destino.

Doy vueltas sobre lo mismo, el asunto es conservemos los libros de cuantas maneras podamos. Las copias, los ejemplares, no son tan importantes cuanto la manera de crearlos. La bodega, espero, ansío, debe ser una de las primeras víctimas de la revolución digital. La eternidad de los libros, por otra parte, es tan pequeña y frágil como siempre lo ha sido...

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